por Gema Santamaría
La poesía es, ante todo, un ejercicio callejero. No requiere de escaparates ni de esterilizadores que le rompan el estilo y la domestiquen bajo estándares y manuales de elegancia. Desde luego, hay quienes prefieren seguirla proclamando como el arte exclusivo de los iluminados, como si en ella, en la poesía, hubieran hallando un género al cual asirse, y del cual pudieran mantener alejado al vulgo. Incluso hay quienes ven en la narrativa y en la ensayística el lugar común y la demanda de las masas; mientras en la poesía observan el quehacer de unos cuantos (así, en masculino) y el gusto de unos pocos privilegiados.
Parece incomodarles el que la poesía se diga en voz alta, que se grite, que desgarre o que silencie. Perturba aquella pronunciada por desconocidos, por jóvenes, por mujeres, por “marginales.”
Más aún, inquieta la que decide abandonar los cómodos aparadores de las grandes librerías (cada vez más cercanas a una tienda departamental, por sus estrategias publicitarias y su desenfadado mercantilismo) y se decide a transcurrir por avenidas, cafés, centros culturales o universitarios, o bien por el metro, el autobús o cualquier otro rincón urbano. Parece no gustarles que el mano en mano sustituya a los monopolios pseudo-literarios. Algo se les ha desordenado. Algo se les desacomoda, algo, como si a las señoras de la “alta cultura” se les rompiera la media; o el saco se les ensuciara a los “enanos emperadores literarios.”
Pues acá una buena nueva. La poesía ha perdido el bozal y ha dejado de ser una niña amaestrada. Gusta de la calle, de moverse en libertad y de andar de mano en mano. La poesía no es (nunca ha sido) ejercicio de unos cuantos. Es de unos muchos, de unas muchas, que queremos compartirla, abrirla, desgranarla.
Cerrarle una puerta a la poesía no puede ser sino un acto de ignorancia. La poesía se filtra en todas partes. La poesía es una animala escurridiza. No requiere de permisos y mucho menos, señores y señoras, podrá ser censurada.
Parece incomodarles el que la poesía se diga en voz alta, que se grite, que desgarre o que silencie. Perturba aquella pronunciada por desconocidos, por jóvenes, por mujeres, por “marginales.”
Más aún, inquieta la que decide abandonar los cómodos aparadores de las grandes librerías (cada vez más cercanas a una tienda departamental, por sus estrategias publicitarias y su desenfadado mercantilismo) y se decide a transcurrir por avenidas, cafés, centros culturales o universitarios, o bien por el metro, el autobús o cualquier otro rincón urbano. Parece no gustarles que el mano en mano sustituya a los monopolios pseudo-literarios. Algo se les ha desordenado. Algo se les desacomoda, algo, como si a las señoras de la “alta cultura” se les rompiera la media; o el saco se les ensuciara a los “enanos emperadores literarios.”
Pues acá una buena nueva. La poesía ha perdido el bozal y ha dejado de ser una niña amaestrada. Gusta de la calle, de moverse en libertad y de andar de mano en mano. La poesía no es (nunca ha sido) ejercicio de unos cuantos. Es de unos muchos, de unas muchas, que queremos compartirla, abrirla, desgranarla.
Cerrarle una puerta a la poesía no puede ser sino un acto de ignorancia. La poesía se filtra en todas partes. La poesía es una animala escurridiza. No requiere de permisos y mucho menos, señores y señoras, podrá ser censurada.
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